Entre el espectro de nuestras instituciones educativas, se eligió las dieciséis Escoltas mejor preparadas, en términos de marcialidad, disciplina, e incluso prestancia de sus uniformes de gala, para que su gallardía y elegancia sea un tributo de lealtad ofrecido a nuestro lábaro patrio.
La plaza Azueta también se viste de fiesta, sus árboles lucen nuestros pendones tricolores; la claridad y el silencio de la mañana hacen eco de nuestro himno; y las marchas marciales de nuestros jóvenes alumnos ponen un acento de sano nacionalismo. Esos hombres y mujeres que se alistan para muy pronto sustituirnos generacionalmente y en el mando del timón, necesitan sentir que México es su realidad, pese a la frontera que les ha tocado vivir. Por ello resulta conmovedor oírlos hablar de esta Patria tan amplia y tan necesitada de una sociedad que encarne los valores que de alguna manera se nos están escurriendo entre los dedos.
Un pueblo sin rumbo es un pueblo que desperdicia el vigor de su juventud y el 24 de febrero una vez más nos da la oportunidad de solidarizarnos alrededor de ese tricolor que en estos últimos doscientos años, siempre nos ha congregado a pesar a de nuestras diferencias. Este símbolo sigue dándonos unidad en la diversidad, y una profunda conciencia de que tenemos un gran territorio, una gran cultura y una población creativa y llena de recursos morales para enfrentar cualquier amenaza, especialmente cuando ciertas fuerzas se empeñan en desacreditar nuestra identidad e idiosincrasia.
Es hoy también el día en que el heroico Ejército Nacional, que acaba de cumplir su centenario de lealtad institucional, llevará a cabo, observando un estricto protocolo, la incineración de banderas que se han cansado de ondear y de lucir sus colores.